EL ESLABÓN MÁS FUERTE
Para entender el tenis, hay que entender la vida. Del mismo modo, un buen estilo de vida puede ser alcanzable con una mentalidad tenística.
En la vida, como en el tenis, no todo depende de la intensidad
de los golpes, sino de la capacidad de reacción que tienes ante ellos. Resistir
ante cada acometida, persistir en tu objetivo, olvidando el último punto. Sin confiarte
del marcador momentáneo, sea favorable o adverso. En cada punto, en cada golpe
o mala decisión, todo puede cambiar.
España encontró en el tenis a un referente vital, una
mentalidad tan inquebrantable como poderosa. Un héroe admirado, idolatrado y
respetado, pero de los que sangran. Un ser terrenal.
Él, afrontó su retirada como el resto de su carrera, sin
querer ser el protagonista, quitándole importancia. No quería irse, así lo
confirmó. Es lo que tiene estar tan acostumbrado a luchar sin cesar, que quería
hacerlo una vez más. Nadal nunca ha dejado de pelear, siempre se lo puso difícil
a todos sus rivales. En este caso, el rival era la propia vida. El paso del
tiempo, que cada vez golpeaba la bola con más fuerza. No obstante, Rafa no ha perdido
su último punto. Nadal hace tiempo que ganó su “Match ball” particular,
dejando un legado que resonará en los anales de la historia.
Con Rafa Nadal el “cómo” ha cobrado una importancia
superlativa. Nadal ha conquistado el mundo, se ha hecho un hueco entre los
grandes deportistas de la historia, ha sido ejemplo dentro y fuera de la pista,
conquistando el corazón y adquiriendo la admiración de todos. Sin embargo, es
destacable el cómo ha conseguido todo eso. Ha forjado una leyenda en el mundo del
deporte, y sin embargo él siempre se ha restado importancia. Imperando en todo momento una humildad y unos valores, que resaltaban por encima de cualquier éxito. La humildad y perseverancia
no son cuestionables, y el sacrificio algo inherente a su persona. Un cúmulo de
virtudes, alejadas de cualquier tipo de vanidad vacía que le hacen ser aún más
especial, si es que es eso posible.
Lo que le hace aún más especial es que siempre fue ese nexo de unión en un país con clara tendencia a dividirse. Aquí que somos muy de rojos o azules, destacados pros o antis, a favor o en contra, en él encontramos ese eslabón que hacía que la cadena social permaneciese unida. Cuando jugaba Rafa, todos estábamos con él. Sufríamos y gritábamos juntos. Nos emocionaba a partes iguales a los del sur o norte, lo admiraban igualmente en este o en el oeste. Con Rafa solo había un color, un único deseo, una sola bandera. Él se ha convertido en un símbolo para toda una generación, trascendiendo más allá del deporte, difícilmente explicable. El “Vamos Rafa” era un mantra que nos repetíamos sin cesar, un salvavidas de carácter cercano a lo espiritual, que nos hacía creer que aún no estaba todo perdido, que había esperanza mientras ese hombre empuñase esa raqueta, como el gladiador que sin dejar de sangrar sigue sin soltar su espada. Precisamente ahí, en la tierra donde se encumbraron tantos mitos, cambiando Roma por Paris, él ha llegado a coronarse como un prodigio casi divino. Hazañas inalcanzables para cualquiera de los mortales.
Hemos sido unos privilegiados de poder disfrutarlo, presenciando sus proezas, de ser representados por alguien como Rafael Nadal. Con esa sencillez, humildad y valores. Esa lucha incansable, y esa capacidad de unirnos por igual. Con esa virtud que tiene, simplemente, siendo él mismo. Con una cinta en su cabeza en forma de corona, empapada de sudor. Porque si, él sudaba y sangraba, como todos nosotros. Por eso le quisimos tanto, por eso lo admiramos sin parar, por ello, nunca nadie podrá quitarnos a ese eslabón que nos unió de por vida.